Ruanda lucha por salir de la pobreza y superar las secuelas del genocidio de 1994



En Ruanda, conocido como "el país de las mil colinas", el genocidio no solo se cobró la vida de unas 800.000 personas, sino también arrasó la tierra sin miramientos. Desde 1994, los ruandeses tratan de superar las secuelas de la tragedia y salir de la pobreza.

En el memorial dedicado a las víctimas del genocidio de Ruanda reina un silencio de muchos años. Algunas flores, no tantas, descansan sobre fosas comunes que han sido selladas con lápidas y son ahora destino de peregrinación en la capital, Kigali. 

En una pared, los nombres de los asesinados ocupan solo una parte, ya que el resto espera a los que todavía están por identificar.

Han pasado más de dos décadas desde la gran masacre de 1994, cuando en cien días perdieron la vida unas 800.000 personas, la mayoría de la etnia tutsi. También fueron exterminados hutus moderados, del mismo grupo al que pertenecían los milicianos extremistas que perpetraron la matanza ante la pasividad de la comunidad internacional.

El genocidio llegó a su fin con la toma del poder por parte de los rebeldes tutsis comandados por el actual presidente del país, Paul Kagame. 

Desde entonces, Kagame se ha esforzado por acabar con la distinción entre etnias integrándolas en las estructuras del Estado y promoviendo la estabilidad, si bien ha silenciado a las voces disidentes en un ambiente represivo, según organizaciones de derechos humanos.

El Gobierno también se ha propuesto erradicar la pobreza con un plan definido: el de orientar la economía hacia los servicios y colocarla en la categoría de ingresos medios para 2020.

Objetivos que pueden parecer optimistas cuando un 70 % de la población activa sigue empleada en la agricultura, sobre todo de subsistencia.

Detrás del crecimiento económico, con tasas superiores al 5 % anual desde 2014, se encuentra un país pequeño y de limitados recursos en el que la sola inversión en carreteras refleja un nivel de desarrollo primerizo. A menudo ni siquiera el asfalto llega a zonas rurales donde solo se ven caminos de tierra y personas desplazándose a pie.

En una de esas áreas remotas, en el distrito occidental de Karongi, cientos de niños aguardan la que para muchos será su única comida del día a las puertas de la escuela Sanza.

Han caminado hasta dos horas desde sus desperdigadas casas con tal de recibir la papilla de maíz y soja con azúcar que reparte el Programa Mundial de Alimentos (PMA). Sin ser víctimas de un conflicto o una catástrofe natural, la suya es una cuestión de emergencia llamada desnutrición crónica. 

A su edad, entre 6 y 13 años, deberían medir mucho más, pero el hambre entorpece su crecimiento.

"Al menos los niños ya no se duermen como antes en clase. Sin la comida del colegio, muchos llegaban tarde o se quedaban en casa, sin fuerzas para asistir. Algunos padres no tienen nada", comenta la profesora Léocadie Mukankaka. 

Destaca, no obstante, que hace años la gente era todavía más pobre y que con la paz ha notado "muchos cambios". 
"En el futuro se acabarán las penurias porque los niños replicarán en sus casas lo que aprenden en la escuela, como el cultivo de legumbres", asegura no sin cierta ingenuidad.

Cuatro de cada diez ruandeses viven aún en la pobreza, la misma proporción de quienes padecen hambre. Frente a la desnutrición crónica que afecta al 38 % de los menores de cinco años, el Gobierno ha decidido llevar a cabo un programa nacional de alimentación escolar. 

"Ruanda ha hecho un progreso tremendo en los últimos quince años. Hoy vemos en Kigali el 'boom' económico, pero es distinta la situación en el campo, como ocurre en muchos países en desarrollo", apunta el representante del PMA en el país, Jean Pierre de Margerie.

Las limitaciones son grandes para un país diminuto como Ruanda. Con 12 millones de habitantes en apenas 2,6 millones de hectáreas, posee una de las mayores densidades de población de África. 

Ya en su día tuvo difícil la reubicación de dos millones de personas que huyeron del genocidio. Ahora acoge a unos 175.000 refugiados de la República Democrática del Congo y Burundi, concentrados en seis campamentos y totalmente dependientes de la asistencia humanitaria. 

Hasta la economía ruandesa se sirve en parte de la ayuda exterior, que mantiene la tasa de inversión en un 25 % del Producto Interior Bruto, según el Banco Mundial. 

El Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola (FIDA) de Naciones Unidas otorga a Ruanda cada año unos 70 millones de dólares en préstamos y subvenciones para invertir en la población rural. Su representante en el país, Francisco Pichón, precisa que esas ayudas sirven para desarrollar nuevos negocios, instalaciones y asociaciones que permitan a las comunidades desarrollarse. "Necesitan inversiones en tecnologías para hacer frente al cambio climático y las pérdidas de alimentos después de cosecharlos", añade Pichón. 

A veces no se trata más que de un depósito para almacenar la leche, como el que comparten los ganaderos del distrito de Nyagatare (este). Allí se comprueba la calidad del producto y luego se traslada en camiones hasta localidades cercanas para su venta.

El jefe de la unión local de asociaciones lácteas, Titus Mughisha, señala que antes solo había un parque natural, pero con el tiempo han aparecido pequeñas actividades que dan vida a la zona. "El gran obstáculo son las infraestructuras. Necesitamos energía para que las máquinas funcionen y mejores carreteras para aumentar la producción", asevera. 

La parte oriental del país, más seca que el resto, ofrece un paisaje repoblado con árboles y vegetación que contrasta con los oscuros días del genocidio, cuando la desesperación por la falta de tierras y otros recursos se tradujo en una deforestación brutal. 

Se calcula que entre 1990 y 2005 se perdió un 78 % de los bosques, aunque últimamente su superficie ha aumentado hasta las 480.000 hectáreas en 2015 (frente a las 318.000 de 1990), según la ONU.

En el extremo occidental, junto al lago Kivu, Gervais Kayitare recuerda cómo "el genocidio lo destruyó todo". 

La cooperativa de café Kopakama, de la que es gerente, producía entonces menos de 100 toneladas anuales, muy poco comparado con las 1.500 toneladas que procesan ahora y exportan en su mayor parte. 

Entretanto han impulsado múltiples iniciativas: desde trabajos de reforestación hasta la creación de un grupo de 180 mujeres que enviudaron en 1994 y se encargaron de rehabilitar las fincas. 

"Hemos llevado, además, electricidad y agua potable a las comunidades vecinas. Para proteger el ambiente, cubrimos el suelo con plantas con el fin de evitar la erosión", dice Kayitare. Así, como en otras muchas zonas de Ruanda, las colinas han vuelto a tomar verdor y albergar lentamente más esperanza.


ETIQUETAS








icon Bajapress

Accede más rápido

toca Icon iOs y elige añadir a la pantalla de inicio